"Una gran responsabilidad", mi primer relato

Para mi primera entrada de este blog y mientras acabo de comprender cómo funciona esto y me acomodo al medio, qué mejor opción que compartir el que fue mi primer relato. Lo escribí a finales del año 13, como ejercicio final y principal de un curso de escritura creativa. En aquel momento estaba, tras tres años de escritura esporádica, terminando mi primera novela. (Supongo que en un futuro hablaré sobre ello). Durante todo ese tiempo nunca había intentado ni me había planteado probar fortuna con algo más corto. Con la realización del curso me vi en la bonita obligación de tener que escribir un relato de entre 1.500 y 2.000 palabras. Recuerdo que, tras reflexionar sobre el qué y el cómo, finalmente me decidí por esta historia que contiene una sorpresa en su narración. Siempre me han gustado las historias con cosas especiales, aquellas que, por ejemplo, te cuentan algo interesante pero se preocupan además por el cómo te lo cuentan. No digo que esta lo sea, ni mucho menos, no deja de ser el intento de un novato por hacer una del tipo de narraciones que le gustan.


Una gran responsabilidad

En el banco, el principio de la jornada laboral no presagiaba el episodio de destrucción y muerte que tenía preparado el destino para ese día.

Todos los trabajadores estaban en sus puestos, atendiendo a los primeros clientes mientras otros esperaban en las colas que se habían formado casi desde el primer momento.

En un instante cualquiera, tres encapuchados entraron con gran alboroto al tiempo que uno de ellos gritaba:

—¡Todos al suelo o disparamos!

Reinó el caos durante unos segundos hasta que, tras una serie de gritos, amenazas, golpes,… mayoritariamente del que parecía el cabecilla del trío, consiguieron lo que querían. Dos de ellos llevaban escopetas y el otro una pistola de gran calibre. Todo el mundo, tanto clientes como trabajadores, permanecía quieto en el suelo, bocabajo, en el gran hall y con los brazos extendidos tal y como habían indicado.

—¡¿Dónde está el segurata?! —gritó uno de ellos a nadie en particular.

Al no escuchar respuesta alguna, se centró inquieto en una de las mujeres que hasta hacía un momento atendía en una de las cajas. Se arrodilló a su costado y, encañonándola con la escopeta en la cabeza, le bramó:

—¡¿No me has oído?! ¡Te pregunto dónde está el segurata! ¿O prefieres morir?

—No lo sé, de verdad —consiguió responder entre lloros.

El asaltante volvió a gritar a todo el mundo:

—Esto es lo que pasa si no colaboráis con nosotros.

Y, simplemente, la mató de un certero disparo, sin inmutarse, como quien pisa una hormiga en la calle sin darse cuenta.

Los gritos y sollozos del resto fueron inmediatos hasta que uno de los asaltantes, que por su voz resultó ser una mujer, les silenció con otra amenaza:

—¡Silencio! Si no queréis ser los próximos.

Mientras tanto, el cabecilla se dirigió al director de la oficina y le habló con voz firme:

—Caballero, estará oyendo que no estamos de broma. Mi compañero, que no se caracteriza por tener paciencia, ha matado a una de sus cajeras. Si no quiere acompañarla al otro barrio será mejor que colabore. Necesitamos un par de cosas de usted: primero, que abra la caja fuerte principal y, la segunda, que nos diga dónde está su vigilante.

El director se levantó al estirarle el ladrón por el brazo. Con la cabeza baja, quizá para no ver más de la cuenta, respondió a sus peticiones:

—Le abriré la caja enseguida. El vigilante no sé dónde puede estar. Se lo digo de verdad. Hace diez minutos, cuando hemos abierto, he hablado con él, pero ahora desconozco dónde se encuentra. Quizá haya salido.

—Está bien, abra la caja. Si quiere volver esta tarde con su familia será mejor que no se haga el héroe, ¿entendido?

El director asintió todavía cabizbajo y empezó a andar hasta el final del pasillo. El cabecilla, que le seguía sin dejar de apuntarle, gritó a sus socios:

—Beta, vigílalos como hablamos, al menor movimiento dispara. Y tú, Gamma, registra todo el banco hasta dar con ese maldito vigilante.

La mujer permaneció haciendo círculos con la pistola sobre los rehenes.

Una niña, que parecía haber entendido la gravedad de la situación y había obedecido todas las órdenes a la primera, ayudando a la que debía ser su abuela en las indicaciones, empezó a llorar al notar sangre sobre su mano derecha. Se había girado hacia su lado izquierdo cuando habían matado a la cajera a su derecha, y, manteniendo la calma, no había osado ver las consecuencias del disparo. Sin embargo, en ese instante el charco de sangre era lo suficientemente grande como para llegar a sus vecinas de cautiverio.

Inmediatamente, como respuesta a los lloros, la asaltante se arrodilló al lado sin sangre de la niña y le susurró algo al oído. La niña dejó de llorar ipso facto.

Por su parte, el hombre, que ya había usado su escopeta, registraba el gran banco concienzudamente pero con mucha cautela. La persona a la que buscaba era la única del local que tenía un arma y que no estaba de su parte.

Unos minutos después, desde el fondo de uno de los pasillos, Gamma gritó:

—¡Despejado! No hay ni rastro del segurata.

—Bien, trae las bolsas.

Respondió el cabecilla, también con gritos para hacerse oír, desde el otro pasillo que daba a la caja.

Un par de minutos más tarde, cuando estaban dentro de la caja llenando las bolsas con su botín, desde el hall se oyó una sirena a lo lejos, proveniente de alguna calle cercana y, por tal y como sonaba, parecía acercarse.

Al cerciorarse de que era así, Beta, la mujer, chilló a sus compañeros:

—¡Una maldita patrulla! ¡Ya vienen! ¡Hay que largarse!

—¡Oído! —se oyó sin saber quién había respondido a su grito de súplica.

Los ladrones con su botín y el director con las manos en la cabeza volvieron al vestíbulo.

—Túmbate ahí, con los demás.

El hombre correspondió rápidamente.

El coche patrulla, quizá avisado por haberse oído un disparo en el banco, quizá como respuesta a una alarma silenciosa, quizá por haberse recibido una llamada a emergencias de alguno de los rehenes con gritos de unos asaltantes como sonido de fondo, o quién sabe por qué, se detuvo frente al banco, al otro lado de la calle. De él bajaron dos agentes de policía que se atrincheraron detrás de su vehículo. Tras unos segundos sin movimiento a ambos lados de los ventanales y puerta del banco, uno de los policías cruzó la calle con pistola en mano hasta protegerse detrás de un quiosco en mitad de la acera.

En ese instante, a una señal de cabeza de Alfa, Gamma entreabrió la puerta principal para gritar a los policías:

—Váyanse, si no quieren que mueran más de doce personas por su culpa. Cada cinco segundos mataremos a un rehén hasta que no suban a su coche y se marchen.

Gamma lo dijo todo del tirón, sin inmutarse lo más mínimo, tenía el discurso memorizado.

—Uno, —continuó— dos, tres, cuatro, y cinco. Primera muerte sobre sus conciencias.

En el acto, Beta había disparado a uno de los rehenes. El resto de personas lloraba en el hall de la oficina, rogando que los policías se marcharan.

Unos tres minutos después, con una quincena de disparos realizados, los policías, desconcertados con la situación y tras una larga comunicación por radio, habían subido a su patrulla y se habían marchado. A los veinte segundos, los asaltantes, cerciorándose de que no había nadie, salieron por la puerta como si tal cosa. Cargados con sus bolsas y sus armas en brazos, subieron a un coche de gran cilindrada aparcado frente al banco y desaparecieron.

Los ladrones habían dejado tras ellos una caja de seguridad vacía y a todos los rehenes tendidos en el suelo sin vida.

Salvo yo. Que había conseguido sobrevivir al haberme escondido en un armario de la oficina en el instante en que los asaltantes entraron. Por suerte o por desgracia, Gamma, durante su registro, había pasado por alto el armario donde permanecí en silencio todo el asalto.

Pero no me dio tiempo a salir en esos instantes. Yo, que quería salir del maldito banco y respirar, tuve que seguir encerrado una hora más. La policía había inundado de efectivos la oficina. Mientras tomaba muestras y buscaba más pruebas que ayudaran a descubrir a los ladrones y asesinos, tuve que tranquilizarme y esperar un momento idóneo para salir. Hasta que creí tener esos diez segundos de campo despejado que intuía necesitaba para escapar de mi encierro y huir hacia la calle sin correr, pero sin pararme, para no llamar la atención de una sola persona. Estaba seguro de que me descubrirían, pero, por segunda vez en la mañana, al igual que con el registro de Gamma, por suerte o por desgracia, nadie me descubrió.

Cuando fui consciente de ello estaba a cinco manzanas del banco, lejos del cerco policial y de la muchedumbre de curiosos. Era libre. 

Durante más de diez años había sido el guardia de seguridad del banco, pero el día para el que estaba justificado mi puesto me vine abajo. Yo, que era la persona a la que todos los clientes y trabajadores esperaban como su salvador, no actué. Y aún hoy me es difícil de explicar el por qué, pero así y todo lo intento.

En principio, me escondí porque creí que podría esperar mi oportunidad y sorprenderles tomando el control de la situación. Ellos eran tres y yo estaba solo, si me hubiesen descubierto en un primer momento habría muerto como los demás. Finalmente, los acontecimientos se reproducían, la escalada de violencia aumentaba exponencialmente y no llegué a salir de mi escondite por miedo. Tuve que elegir entre morir como un héroe o vivir como un cobarde. Y elegí la segunda opción.

En cuanto había salido de mi refugio, en los pocos segundos de huida, pude ver de primera mano todas las vidas truncadas y fui consciente de mi cobardía. Yo debía haber muerto junto a ellos.

Temiendo preguntas y no teniendo respuestas me fui de la ciudad para siempre y, seguramente, aunque es algo que no me importa, todos pensaron que yo formaba parte del grupo de atraco.

Comentarios

Entradas populares